EL PROBLEMA DE LA TRANSPARENCIA Y LA RELIGIÓN
A propósito de la VIII Cumbre de las Américas
Hijo, esposo, hermano, amigo
En el marco del Foro de Sociedad Civil y Actores Sociales de la VIII Cumbre de las Américas: “Gobernabilidad democrática frente a la corrupción”, participé del I Foro Interreligioso -junto a otros representantes de los Credos de la región-, en la elaboración del Documento de Recomendaciones que, como Coalición N° 9 (“Alianza Interreligiosa para la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”), debíamos presentar el 12 de Abril a los representantes de alto nivel de los gobiernos participantes. En efecto, dada la notable incidencia de las religiones en nuestros países, se nos propuso elaborar recomendaciones para la lucha integral contra la pobreza, la corrupción y la impunidad. Pues bien, los días 10 y 11 de Abril han quedado grabados en mi memoria, como unos días de re-conocimiento mutuo, participación y confraternidad frente a esa lacra llamada corrupción. Como era de esperarse, el problema fue abordado desde diversos enfoques y palabras clave, siendo el discurso de la “Transparencia” el que más llamó mi atención.
Una de las disertaciones más aplaudidas, fue sin dudas la de la Dra. Delia Ferreira Rubio, actual presidenta de Transparencia Internacional, ONG con sede en Alemania, que promueve medidas contra la corrupción a nivel mundial. Tal y como su nombre lo explicita, se trata de la expresión más concreta de la importancia de la Transparencia como un valor que está en alza y que se empieza a volver omnipresente en todos los discursos sociopolíticos. Pero si los que estábamos allí reunidos éramos los portavoces de lo “religioso”, ¿podíamos intuir qué implicancias conlleva asumir la Transparencia como un valor institucional?, ¿implicará también la pretensión de “transparentar” nuestros fundamentos religiosos?
En la práctica sociopolítica, el discurso de la Transparencia nos señala que los ciudadanos no solo debemos elegir a nuestros representantes -en elecciones “transparentes”-, sino que también, debemos exigir de estos la “transparencia” de sus gestiones y gobiernos. Si algo no es “transparente” siempre será sospechoso de dolo, de algo “turbio” … de corrupción. En las últimas décadas, cualquier intento de no “transparentar” actividad religiosa alguna siempre ha sido susceptible de ser recelado como corrupción.
Pero más allá de lo estructural, que se expresa en la (justa) exigencia social de “transparentar” las finanzas, los métodos de hacer proselitismo, como el modo de atender espiritualmente a las personas; el discurso de la Transparencia implica sobretodo, la vigilancia como supervisión constante y el control como gestión/dirección. De este modo, la lógica de la Transparencia no se queda detenida en lo meramente estructural, sino que, por su misma inercia, conlleva una pretensión de omnisciencia. Una vez implantado ese valor en nuestros marcos estructurales, se empezará a exigir que la experiencia religiosa, en sí misma, también deba ser “transparentada”. Con esto, cada religión empezará a perder aquello que lo hace único e incomparable, alcanzando, en palabras de Byung-Chul-Han, el infierno de lo igual.
Hay que recordar que, si bien toda religión nos muestra una gran diversidad de experiencias religiosas para alcanzar al absolutamente Otro (no igual) que es Dios, estos “caminos” muchas veces nos llevan a pasar más tiempo en la penumbra de las dudas que en la “transparencia” de las certezas. En efecto, si Dios y sus misterios lo fueran, entonces no sería necesaria la Fe y no serían necesarias las religiones porque Dios sería completamente accesible a nuestra inteligencia sin dejar espacio alguno para el misterio, para lo numinoso. ¿Cómo podríamos exigirle “Transparencia” a Dios sin despojarlo de su divinidad y sin ponernos nosotros en su lugar? ¿No es acaso la pretensión última del discurso de la “Transparencia religiosa” la actualización de la vieja pretensión satánica de querer convertirnos en “dioses”? (Dijo la Serpiente: “Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos (todo será “Transparente” para ustedes) y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. (Génesis 3, 5)
La Historia del Arte nos muestra el peligro real de esta amenaza, ya que toda creación artística, de modo análogo a toda Creación divina, no puede ser completamente de-velado (“Transparentado”). El drama de Adán y Eva nos muestra como el apartamiento de ellos de Dios, por desobediencia, les llevó a sentir vergüenza de su “Transparencia”: su desnudez. Efectivamente, antes de pecar, ellos no estaban desnudos, sino que, estaban revestidos con la Gracia de Dios. Allí radica la diferencia entre el desnudo artístico, que guarda en la opacidad de sus formas, la belleza de lo re-creado, con la pornografía, en dónde se muestran los cuerpos sin ningún halo de misterio y totalmente “Transparentes” a la mirada hambrienta del deseo del que mira. Esto ayuda a comprender la labor pedagógica de artistas como Christo y Jeanne Claude, quienes se empeñaron en cubrir con lienzos enormes edificios y ambientes diversos para preservar por un momento sus bellezas, como la batalla de Carolina Herrera por no-profanar (“Transparentar”) la belleza del cuerpo en los diseños de moda.
La voracidad de la lógica de la “Transparencia” se maximiza en los contornos de toda sociedad neoliberal y neocapitalista ya que, en esta, todo pasa a tener un precio y a convertirse en mercancía. Cuando algo alcanza el rango de mercancía, queda sujeta a los mecanismos de compra-venta del Mercado por lo que debe estar siempre expuesta bajo la mayor luminosidad posible y en un escaparate, plataforma o catálogo. Ese “algo” convertido en mercancía pierde cualquier atributo misterioso ya que no solo deberá estar expuesto en su totalidad, sino que, además, todas sus características y particularidades, deberán estar detalladas en una hoja de instrucciones y componentes en aras de la mayor “transparencia” posible.
Si adoptamos la “Transparencia” como un valor sin acotación ni crítica alguna, nosotros mismos habremos asfaltado el camino del fin de la religión y del ingreso de las practicas del sí mismo, prácticas travestidas de “espiritualidad”, que no son más que un eterno mirarse al ombligo sin rendir cuentas a nadie, más allá de la propia razón y del deseo de sacralizar la inmanencia.